Los Galácticos.
Estadio Santiago Bernabeu. Madrid. Foto. Ricardo Tapia.
Cuando los medios regalaron esa dimensión extraterrena a los jugadores del Madrid, el equipo se derrumbó cayendo en una espiral sin fondo.
Aquella hecatombe inició con el traspaso de Figo.
Símbolo del Barsa y traidor de la pasión colectiva, Figo llegó al Madrid como un autentico mercenario. Su antipatía hizo palidecer a la de Roberto Carlos y a la de Beckham, la afeminada estrella del Manchester que ponía balones a sesenta metros sonriendo a las cámaras.
La media cancha era del hombre que giraba sobre el esférico, el francés que con una mirada apacible y un estoicismo monacal detenía el tiempo... lo retardaba.
Luego venia Owen con su infinita elegancia acompañando a Ronaldo, quien se empeñaba en hacerle al etéreo flotando en el aire, dando pases hipnotizando el balón.
Los orígenes de la desgracia son fáciles de establecer. Florentino Pérez compró a los jugadores como modelos, intercalando argucias de comunicación subliminal con sus sueños impostergables de riqueza. Convirtió al club entonces en una marca de lujo dejando de lado lo sustantivo, lo que tendría que ser en esencia: un equipo de fútbol con atacantes y defensores. Inmerso en sus promesas irreversibles intentó frenar la debacle, firmando a manera de epígrafe su renuncia antecedida por una sequía sin precedentes.
Para mí los galácticos fueron mucho más que esa hoguera de vanidades, irle al Madrid fue una trinchera, una forma de ir a la contra, un símbolo de resistencia contra esa sociedad exclusiva que tardó mucho en aceptarme. Decían que no había nada que le jodiera mas a un catalán que un madridista, de ahí mi afiliación irremisible a las filas de los merengues.
Aquel año que llegué a Barcelona, mis referencias futbolísticas eran ajenas a lo vernáculo; que un mexicano jugase ahí me daba enteramente lo mismo; yo iba al Camp Nou con la ilusión de apoyar al Madrid.
Los cuatro años que seguí el clásico, los partidos fueron bastante planos. Quizá lo único memorable sea la lluvia de plátanos, botellas, teléfonos móviles y cabezas de marrano que cayeron sobre el alma vendida de Figo en el Camp Nou.
La cobertura mediática era tan fatigante que lo único que esperaba es que llegase de una vez el encuentro, para que las televisoras volvieran a su estado normal y los periódicos me devolvieran la columna que las fotos de Ronaldo y Zidane me habían robado.
A pesar de las campañas recalcitrantes no quería irme de España sin ver a los galácticos, fue por eso que me acerqué aquella mañana al Camp Nou.
Las taquillas como era de esperarse colgaban los letreros de agotado y los precios de reventa no bajaban de trescientos euros. Las cancelaciones se anunciaban para esa misma tarde pero había ya cientos de fanáticos dispuestos a formarse a la espera.
Caminé entonces hasta la parada del autobús frente al Hotel Maria Cristina. Esperando volver a casa, me encontré frente a una turba de seguidores que aguardaban ya a las afueras del hotel.
Aquel mundanal le abría paso a un autocar blanco que parecía mas una nave espacial que un autobús de un equipo de fútbol. La gente se arremolinaba contra aquel vehículo intentando alcanzar alguna de esas camisetas en las que el nombre es más importante que el individuo. Los cabellos dorados de Beckham ondulaban con cierto desprecio y el brillo de la calva de Zidane reflejaba su decadencia: parecía que el mago no podía contener mas el tiempo, lo había retardado tanto que al final terminó por caerle encima.
Tres años después aquí sigo, sentado frente al televisor viendo un Madrid-Barsa. Los galácticos han echado a Figo, arrancando de tajo la poca emoción que le quedaba a los encuentros.
Por el campo parece que nada ha cambiado, los técnicos van y vienen y los galácticos parecen abonados a la derrota: Ronaldo sigue flotando en el césped y Zidane golpea el aire, intentando detener el tiempo.
Ricardo Tapia.
Bruselas, Belgica.
5/04/2006
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